Había salido de la psicóloga y tenía que hacer tiempo hasta la próxima reunión. Por esto no me gusta ir a la psicóloga temprano, porque después quiero terminar el día y poder pensar. Ese día no podía, porque tenía una reunión en la facultad. Hice entonces el repaso mental de siempre, viendo qué bares había acá, allá y de camino, y si me desviaba un poco. Y no me convencía ninguno, obvio. Los bares que a mí me gustan existen solo en mi cabeza, el resto son todas versiones imperfectas, unas más, unas menos. Decidí que sería mejor ir para el lado de la facultad y ver por ahí.
No quería ir a ninguno de los que ya sabía que no me gustaban, quería descubrir otro bar, uno nuevo, que no me gustara. Di una vuelta y terminé descubriendo que sobre el pasaje, a veinte metros de la esquina, había uno chiquito que nunca había notado. Creo que casi nadie lo habría notado, porque era apenas la puerta y una ventana pequeña, no parecía un café. Entré pensando que serían dos horas de lectura y escritura y, con suerte, un café decente. No había terminado de cerrar la puerta cuando escuché la voz de quien en seguida descubriría como el mozo: «Ah, bueno, ¡pero mirá quién vino!». Y en seguida, todas las miradas, que no eran tan pocas como habría querido, clavadas en mí.
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Creo que sonreí, o eso intenté, aunque no podría asegurarlo. Traté de parecer cordial y desenvuelta mientras me acomodaba en la mesa más cercana, al lado de la puerta, aunque lo que quería en realidad era desaparecer y no volver a ser encontrada. «Esto se lo voy a tener que contar a Ada», pensé, y un poco lamenté que la sesión acabara de pasar y faltase una semana para la próxima.
Para cuando me hube sentado, los demás ya habían perdido el interés en mí, si es que lo habían tenido alguna vez, pero el mozo seguía mirándome. Esperaba algo de mí, pero yo no sabía qué. Su voz me resonó de forma particular cuando entré, pero su cara no me decía nada. Era una cara muda. Muda y expectante. Impostando soltura, le dije: «¿Me traés un café en jarrito, por favor? Apenas cortado». La cara muda se le descompuso. Esperaba algo más, estaba claro.
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Me miró con todas las miradas juntas. Yo no le quité la vista, porque de veras que, en el fondo, esperaba ver de qué se trataba. Un malentendido, seguro, ¿qué más? Entonces, de repente, se compuso a su manera. «¿Estás con gente, te vienen siguiendo? ¿Estás de incógnito?». Se puso serio, casi tuvo miedo, creo. Bajó el tono de voz y el volumen.
«No, perdoname, no te entiendo. Quería un café, nada más, no me sigue nadie, creo. Espero. Me parece que me confundiste con alguien, tal vez, ¿eh?», dije muy tranquilamente. «Está todo bien, igual, ¿eh?», me apuré a decir cuando vi que el peso mismo del mundo le caía sobre los hombros, el rostro y, casi, el alma, aparentemente, pobre tipo.
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Parecía que todo iba a quedar ahí. El mozo se fue, yo saqué la novela policial y me dispuse a sumergirme en ella; una forma, claro, de irme también. Habrían pasado diez minutos, como mucho, cuando el hombre volvió. Sin decir nada, apoyó con gestos de prestidigitador sobre la mesa de fórmica el café, un vasito de agua con gas y un plato mínimo con dos o tres galletitas. Levanté la vista del libro y miré al mozo, acaso con una sonrisa mayor que la que la situación ameritaba, todavía un poco culpable —aunque yo no hubiera tenido nada que ver— por la confusión. Él evitó mirarme y dio media vuelta para irse. Entonces volvió.
Con mirada fulminante, ahora sí, me dijo a media voz: «Mirá, yo entiendo que vos quieras pasar inadvertida», y, bajando los ojos, agregó: «Si me pasé cuando llegaste, te pido perdón. Pero no me podés hacer esto a mí. No querés que te reconozcan, bueno, lo entiendo. Pero haceme un gesto al menos, sé amable, tené la deferencia de hacerme saber que está todo bien».
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Tuve la esperanza de que, al menos por despecho, por sentirse herido en el alma, se diera otra media vuelta y se fuera. No: se quedó tieso, desangrándose por dentro, lleno de odio. Pero no parecía un odio agresivo, sino dolor genuino (solo Dios sabe cómo llegué a esa conclusión, pero, honestamente, eso sentí). Se me borró la sonrisa del rostro. La tentación de mirar para todos lados en busca de una cámara oculta o la reacción de la gente era enorme, pero, si dejaba de mirarlo, solo iba a empeorarlo todo, pensé.
«No, sí, está todo bien, sí. Está todo bien. Pasa que... viste cómo es, ¿no?». Tardó un segundo en reaccionar. «Ponele», dijo y, ahora sí, se fue. Miré el vaso de soda. La puta madre. La reputa madre. ¡Quería tomar un café de mierda en un bar de mierda y leer un libro antes de una reunión de mierda, y la puta que te parió! ¡Acabo de salir de terapia! Ahondé la cara entre las manos y me puse a llorar como una nena, vencida, de repente.
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Sentí en el hombro el peso de una mano fuerte, algo así como las palmaditas de una bestia. Traté de recomponerme lo más rápido que pude y levanté los ojos anegados para encontrar la mirada incómodamente paternal del hombre enorme que había visto detrás de la barra. Sin esta de por medio, su presencia era aún mayor. Parecía fuera de lugar ahí, junto a mi mesa, pero a la vez se lo notaba dueño de la situación.
«Perdonalo, chiquita», me dijo. «Él no está bien, no quedó bien», se corrigió, «pero eso no justifica que te haga pasar un mal rato». Lo miré sin entender. «El café es una invitación nuestra, por supuesto, y también si querés otra cosa. Lo que necesites. Lo único que te pido, a título personal, es que no te vayas y me lo dejes así. Manuel es un buen muchacho, y ya le costó mucho reponerse cuando desapareciste la primera vez. No tendría que decírtelo yo, pero andaba hecho un trapo de piso. Sé buena, hacelo por mí, ¿sí?».
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«Bueno», dije, porque realmente no supe qué más decir. Pensé que así se iría, y así fue; satisfecho, aparentemente, se alejó sin decir nada. Quise aplacar los nervios con el café, y no había café. Soda había. Soda. A duras penas la sed se aplaca con soda, nada más. Miré alrededor. Las caras que otrora había intentado evitar ahora intentaba encontrar para corroborar que alguien participaba conmigo de esta película de ciencia ficción. No, nadie participaba conmigo: todos hablaban con alguien o miraban para abajo.
Cansada ya (y con un poco de miedo, realmente), cargué la mochila con los bártulos y empecé a buscar con la mirada, no sé qué. Al mozo para pagarle, o al de la barra para que mandara al mozo, supongo. En seguida me di cuenta de que era absurdo: ambos habían venido ya, y solo para problemas. Pensé que si dejara un diez mil en la mesa estaría todo pagado de sobra y hasta la propina incluida. Todo fuera por salir de este sueño. Puse el billete bajo el plato con la galletita y me apuré a juntar mis cosas.
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Procurando no mirar a nadie, me apuré a salir. Recién en la vereda respiré. Un sol incongruente parecía burlarse de mí y me hizo notar que faltaba todavía una eternidad para la reunión y ya estaba casi en la esquina de la facultad. Las palabras de Ada se me hicieron muy lejanas, toda yo un manojo de nervios. Me quedé quieta al llegar a la esquina; un poco por esperar el semáforo, pero sobre todo porque no sabía qué hacer. Más que el semáforo, esperaba algún tipo de iluminación. Fue entonces cuando volví a sentir la mano en el hombro. La mano de la bestia.
«Perdoname, pero necesito que vuelvas conmigo», dijo sin mirarme el encargado de la barra, otra vez extraño fuera de su ámbito. Miraba hacia atrás como si no pudiese dejar solo el bar o como si esa vereda y ese sol le estuvieran vedados. Sentí un vahído, pero me afirmé: «Señor, le ruego que me deje en paz. No sé lo que está pasando, pero yo no tengo nada que ver». «Sí que tenés que ver, no te hagas», me dijo, con violencia apenas contenida. Sentí cómo la garra se afirmaba sobre mi hombro. «Manuel será lo que vos quieras, yo en eso no me meto, pero te pedí bien que no te fueras, y no solo te rajaste, sino que hasta dejaste un billete sobre la mesa, como si fuéramos cualquier cosa. Estuviste mal, y lo sabés, y ahora aquel está armando un despelote en el bar. Vení de una vez».
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