Entelequia

Siempre había querido ser Papá Noel. Me di cuenta de repente, sin querer, ahí sentado frente al café intenso y frío, en el segundo piso del centro comercial, una tarde de diciembre. A la distancia, entre la escenografía, vi al Santa aquel que, como en las películas, se sacaba fotos con los chicos y les preguntaba qué querían de regalo, y si se habían portado bien. Y ahí me di cuenta de que quería ser Papá Noel.

Claro que yo quería ser ese papá noel, o algún papá noel por horas, no el verdadero, el auténtico enviado de quién sabe quién. Yo quería ser desconocido y conocido a la vez; quería ser un don nadie escondido detrás de las barbas de uno de los personajes más reconocidos y esperados del planeta. Quería mirar a la gente con mis ojos, y que ellos solo vieran unos ojos genéricos, un personaje, un nombre, un disfraz, un saco rojo, unas barbas blancas, unas botas negras. Yo quería prometer futuros, vender ilusiones, engendrar sueños, alimentar esperanzas, decir lo que fuera, con total impunidad, la impunidad que da estar legalmente autorizado a hacer el mal. Yo quería ser especial, tener magia, ver los ojos de los otros brillar al verme, hacerlos sonreír, obligarlos a querer más al prójimo, a ser más buenos, a...
~
—González —dijo el tipo, y en esa palabra condensó reconocimiento, distancia y saludo. Lo miré sobresaltado. De pie junto a mí, su presencia era imponente. Yo pensaba aún en Papá Noel y no supe qué decir, y apenas atiné, intimidado, casi hundiéndome en la ridícula silla de plástico rojo, a extender una mano floja y fría que él apretó con fuerza.

Yo quería ser especial, tener magia, ver los ojos de los otros brillar al verme. Pero era González, un montón de nada, y los ojos acerados del tipo no brillaron en absoluto.
~
—¿Cómo estás?—, atiné a decir, mientras intentaba salir de la ilusión, volver a la realidad, conectar con el mundo. O bueno, al menos conectar con Torena. Llamarse por el apellido, qué costumbre de mierda. Es de canas eso de llamarse por el apellido. O de profesor de química que no tiene celular. O de albañil. De secretaria no, y de recepcionista de consultorio tampoco, porque en esos casos se antepone un «señor», o algo así, y acá no había nada. Y por un segundo no supe si sabía su nombre, y entonces me escuché pensándolo y me di cuenta de qué raro que me sonaba, no solo porque nunca lo había llamado por su nombre de pila, sino porque no conocía a ningún otro Tobías. Se me ocurrió que seguramente hacía años que no pronunciaba el nombre Tobías en voz alta, si es que acaso alguna vez lo había pronunciado (y era de esperar que sí, pero no sé por qué, porque no tuve nunca ningún amigo Tobías, y no había ningún Tobías muy famoso, así que después de todo bien podía no haberlo pronunciado nunca), y se me figuró entonces todo muy absurdo, muy azaroso, como si las cosas pudieran pasar, o no pasar, y nadie sabía por qué, y tal vez uno ni siquiera se diera cuenta hasta que las...

—Bien, todo bien, escuchame —dijo—, disculpá que llego tarde, es que vengo con mil cosas, y estoy a las corridas, sorry pero estoy a mil, veamos esto en un toque y salgo rajando, que tenPuta madre, viejo, no tienen un minDame un minuto, disculpá, ¿eh? —dijo, mientras atendía el celular que había sonado de repente (como suenan todas las cosas, porque no van a andar avisando para sonar, tampoco, ¿no?) haciendo un quilombo de la gran puta, lacerando la tierna calma de una tarde en el segundo piso de un centro comercial lleno de gente acomodada y señoras muy al dope, a todo trapo, con un rínton que avisaba: «Arde, papi!».
~
—Todo bien, Tobías —dije, paladeando el nombre—. Atendé tranquilo, campeón —agregué, sin mucho convencimiento (¿campeón? ¿Campeón de qué?). Había querido hacerle notar que sabía su nombre, que podía llamarlo Tobías y, sobre todo, que él podía dirigirse a mí con un resonante Sofanor en vez de decirme solo, anodinamente, González. Me llamo Sofanor. Nunca me había gustado mi nombre, pero esa tarde, en ese momento, se me antojó mejor que mi apellido, más especial, algo que me hacía único y me diferenciaba de todos los demás, al menos de toda la gente que hormigueaba en ese centro comercial. Esa tarde, Papá Noel y yo, Sofanor González, éramos los únicos diferentes. Y, claro, a él el nombre lo ayudaba. O el apellido, no sé. A Noel, me refiero: papá es una palabra bastante común, pero noel es otra cosa...

—Sí, González. Ya atendí. Aguantame, ya estoy con vos. —Tobías dijo esto sin mirarme, con el costado de la boca, mientras se alejaba unos pasos de la mesa a la que no había llegado a sentarse, la mesa en la que había estado esperándolo, para concentrarse en su llamado. Dijo que estaba conmigo al mismo tiempo que se iba.
~
De repente tuve culpa. Yo ahí, sentado, mirando al papá noel, tomando un café que de tanto tiempo que tenía hasta había dejado enfriar, y este tipo que no llegaba a sentarse que ya estaba levantándose... Él tan Tobías, yo tan Sofanor... Tobías es acción, es verbo, es conjugado, es potencial; Sofanor es sustantivo, es una cosa, un sujeto. Sofanor, sujeto; Tobías, predicado. Proyector, calefactor, carburador, sofanor.

—Bueno, escuchame —dijo, mientras se sentaba, atolondradamente—, ahí justo me llamó Rinaldi que quer¡Mozo! Fla... Flaquito, un cortado mitá y mitá traeme, y una de grasaQue quería saber si está OK, así que vamos al punto, ¿para cuándo lo podés tener listo? Por la guita no hay problema, olvidate que va a estar, pero no es fácil, viste, hay que andar con pie de plomo, ¿viste? ¿Para cuándo lo podés tener cocinado?
~
—Por eso no te preocupes, Tobías —volví a remarcar—; lo voy a resolver, y más bien rápido. Yo también soy acción, verbo, conjugado y potencial, Tobías —insistí—. Diste con la persona indicada, Toby —me pasé.

—'Tá bien, González. Sos muy vueltero, che, al final. Qué cosa, este González, ¡siempre tan González!
~
Se rió de buena gana, el muy turro. Se rió de su ocurrencia, no de la mía. Qué puto, siempre cae parado. Seguro que a este papá noel siempre lo traía lo que quería, me la juego... Seguro que este hasta escribía cartitas... Yo nunca escribí cartas, porque un tipo que tiene la capacidad de mirarte todo el año para saber si te portaste bien o mal, y que puede estar en todas las casas del mundo al mismo tiempo, y sin ser visto en ninguna, es prácticamente un dios: si quiere saber qué quiero, que me escuche los pensamientos, ¡mirá si le voy a escribir una carta! Mientras me reía por dentro pensando en los desafíos que el niño en mí le había diseñado al barbas, pensando en cartas y en leer la mente, caí en la realidad. Era mi oportunidad de tomar el toro por las astas.

—Bueno, dale, campeón —deslicé innecesariamente cancherísimo, casi sin poder evitarlo, envalentonado tal vez por la cafeína—, contame bien cómo es la cosa, dame los detalles; cuando me llamaste no me dijiste casi nada, no sé todavía qué es lo que querés. —En ese instante fui como su papá noel, pero ni me di cuenta.
~
—¿En serio no te dije? —preguntó arrugando el ceño y mirándome con ojos escudriñadores—. ¡No lo puedo creer! Bueno, puede ser, en realidad; estoy con tantas cosas en la cabeza, ando con tantos quilombos... Gracias, flaquito —Sin mirarlo, el mozo dejó el café con leche y la medialuna sobre la mesa—. Escuchame, ¡te pedí de grasa! Llevate esta y traeme una de grasa. Dale. Gracias. Bueno, González —volvió a dirigirse a mí mientras revolvía el café con ímpetu, con toda la fuerza necesaria para disolver los cinco sobres de edulcorante que le había echado—, el asunto es simple: ¿querés ser Papá Noel?

Di un respingo en mi lugar y sentí mis mejillas arder. No podía verme, pero supe que me había puesto todo rojo. Creo que hasta se me llenaron los ojos de agua.
~
—¿Papá Noel...? —dije, con una cara que podría haber significado cualquier cosa, o todo a la vez. Tobías entendió la parte que quiso, como pudo. Entre mi duda, mi emoción, mi sorpresa, mi excitación, mi estupor, mi revolución, él enganchó para donde quiso. Yo quise seguir halando, pero el segundo que me llevó arrastrar las palabras hasta la boca fue muy largo, Tobías era acción, no tenía tiempo que perder.

—¡Sí, Papá Noel! ¿No es buenísimo? ¡Jajaja...! —se rió de buena gana, muy fuerte, groseramente. Mi cara mutó, pero retuvo todas las expresiones, solo que desfasadas catorce grados al Norte—. ¡Les vas a llevar regalitos a los nenes, boludo, jajaja, ¿qué te parece?! —siguió, animado, con la boca llena de medialuna y café cortado.
~
—¿En serio me lo decís? —No supe qué agregar. Entre la sorpresa y la duda, lo miré. Necesitaba alguna certeza. Sentía la alegría bullendo en mí, subiendo, como café en una Volturno, y no sabía si podía dejarla salir o si mi inocencia echaría a perder para siempre la posibilidad de ser respetado por Tobías. Lo miré, entonces. Tras algunos estertores de risa, su boca, curvada en una sonrisa rígida, le empujaba los pómulos hacia arriba, y los ojos de Tobías (que era de cara ancha y, básicamente, puro pómulo) se perdían, como ranuras, entre pliegues. Tenía los labios húmedos de café y de leche; también un reguero de migas y restos salivados de medialuna a un lado de la boca, como una fila de hormigas blancuzcas que se perdían en su comisura derecha. Pensé en hormigas blancas y no pude evitar un escalofrío: hormigas blancas caminando dentro de Tobías, acarreando a sus espaldas minúsculos pedazos de carne y de grasa, de hueso, de hígado y de pulmón; hormigas blancas trozándolo lentamente para alimentar su hongo. Me estremecí otra vez y decidí que...

—¿Qué me mirás tanto? ¿Te gusto, González? Ah, ¡pucha, que habías sido maricón, jajaja! Bueno, dale, liquidemos esto. Lo de Papá Noel es en serio. Lo vas a hacer, ¿no? No me cagués, González.
~
—No, ¿cómo?, más vale que lo voy a hacer, boludo —le devolví la gentileza casi sin darme cuenta—, pero a ver, explicame más, me tomás por sorpresa, la verdad que es raro... Pero, ojo, ¡¿está bueno, eh?! No digo que no, pero hay que ver viste por ejemplo ponele el horario y el traje y también... —le dije atropelladamente. Las imágenes se centrifugaban en mi mente, las palabras se abarrotaban en mi boca. Ya estaba imaginándome con el traje, sentado en un trono de madera, rodeado de nieve falsa, cagado de calor (porque esos trajes me juego las bolas que dan un calor de la gran puta), sacándome fotos con los chicos como si fuera una celebridad... Bueno, iba a ser una celebridad, la verdad, porque Papá Noe...

—Bueno, eh, pará, tranquilizate, pará un poco —dijo Torena mientras se embadurnaba la cara con café, leche y medialuna con una diminuta servilleta de papel—, vos no te preocupes, la cosa es el fin de semana, así no tenés quilombos de horario. Es fácil, vos te ponés el traje, nadie te conoce, y estás ahí, y se te acerca... gente, y vos tenés que obsequiarles... cositas, digamos, ¿viste? La mayoría son chicos, así que no se enteran de nada, viste, o sea... González, no te hagás el boludo, ¿me entendés lo que te estoy diciendo, no?
~
—Pero sí, che, ¿te creés que nací ayer? ¡Tengo que darles regalos a los chicos!

—Ponele, sí —sonrió—. Digámoslo así. Vas a reemplazar acá mismo, y por eso te cité «en este lugar sagrado» —volvió a sonreír; esa vez, me pareció, con cierta socarronería—, a Pertierra, que es el tipo que labura de papá noel en el shopping durante la semana. Es aquel, ¿ves? —y señaló al barbado señor embutido en un traje rojo y blanco brilloso que yo había estado mirando todo el tiempo— . Está todo arreglado con el jefe de personal, así que no vas a tener ningún problema. Hacé lo que te digan y listo, ¿entendido? Más fácil, imposible.
~
—¡Genial! ¡Bárbaro! Mirá, no sabés lo que significa para mí, y no me lo vas a creer, pero just... —me interrumpí; habría seguido, pero Torena, que había terminado el café y la medialuna, ya se estaba levantando. Me explicó de nuevo que andaba a mil, y me dijo que lo disculpara, que se tenía que ir. Antes de irse me repitió, con una sonrisa, que confiaba en que no iba a defraudarlo; y yo le repetí que no, que esto significaba mucho para mí, que le estaba muy agradecido, pero no sé si me escuchó. Le hice señas al mozo de que me trajera la cuenta, porque quería ir a caminar un rato y digerir la buena nueva. Y ahí me di cuenta que Torena, distraído como era, se había ido sin pagar. Mejor para él, porque la verdad, un café y una medialuna treinta dos pesos, son unos hijos de puta, se abusan porque están en el shopping, y si te dan ganas de tomar algo...

El sábado temprano estaba ahí, firme junto al pueblo, esperando al que me tenía que dar el traje y explicar cómo era la cosa. Bah, igual era darle regalos a los chicos: más fácil, imposible.
~
—Vos sos González —aseguró, más que preguntar, un gordo inmenso—. Yo soy Iglesias, tanto gusto. Torena y Pertierra me hablaron de vos. Empezás hoy, ¿no? —preguntó sin esperar respuesta. El sudor le bañaba la calva—. Vení, acompañame —invitó, y se dio vuelta y entró en un sucucho que hacía de depósito y, por lo que pude ver, de oficina. Se movía con dificultad y tenía también  transpirada la espalda.

Tuvimos una breve conversación, pero no me acuerdo de nada. La ansiedad me mataba, y casi me zambullí en el traje rojo en cuanto lo descolgó de un armarito empotrado. Le di la mano, debo haberle agradecido, y corrí a ocupar mi lugar bajo el enorme árbol de navidad que señoreaba la planta baja. Recuerdo haber mirado mi reloj: eran las 8.55 de la mañana. En cinco minutos, las puertas se abrirían y me convertiría oficialmente, ante todos los visitantes, en Papá Noel. ¡La puta, carajo! ¡Qué satisfacción! ¡Vamos, Sofanor, todavía! ¡Domador de entelequias!
~
Me paré derechito, esperando el futuro, mirándole a los ojos, y en seguida me distraje con una promotora de metro setenta, tacos, y unas gomas divinas que iba a regalar alfajores de dulce de leche. Iba a perderme en eso, pero fue la iglesia (no una sino varias) la que me sacó del sueño:

—González, ¿estás dormido, flaco? Te dejás los paquetitos... Espabilá, dale, acá tenés —dijo, entregándome una bolsa blanca llena de... paquetitos.
~
Raros, los paquetes. Y la bolsa. Es sabido que Papá Noel carga en su trineo un saco majestuoso, más bien gruesito, con adornitos y todo, y no una bolsa de arpillera. Pero bueno, tampoco quería mufarme, así que volví a concentrarme en la promotora: le clavé los ojos en la nuca (no solo ahí, pero mayormente) con la idea de forzarla a mirarme, a convidarme un alfajor (me di cuenta en ese momento de que, por la emoción, no había desayunado, y tenía una lija mortal) y, quién sabe, tal vez, a empezar algo más. ¡Gran día, Sofanorcito!

La promotora, mientras tanto, aguijoneada por los ojos de González, se dio vuelta justo a tiempo para ver cómo el descomunal pino de madera y plástico verde cargado con adornos navideños y nieve falsa se desplomaba sobre ese tipo vestido de Papá Noel que había empezado a trabajar ese día y no había dejado de mirarla. Con el hecho consumado, y luego del gran estruendo, empezó a los gritos, desesperada, y se puso a llorar. A Sofanor, si hubiera estado vivo, le habría gustado eso.